«La comida es Dios»

Cuando la comida lo es todo, o casi todo.

atxicoria

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«La comida es Dios» o como textualmente me lo dijo Ikrima, mi compañero de piso pakistaní, Food is God, es una frase que difícilmente olvidaré. Para él, la comida representaba la conexión con su familia, con su madre, con Dios. Una paradoja; lo aparentemente más simple le representaba lo evidentemente más complejo: la comida le permitía conectar con lo divino. Estando lejos de casa, cocinar los platillos típicos que desde pequeño había consumido, le significaba vincularse con sus raíces de manera casi inmediata.

La comida y todo lo relacionado con ella, y en particular su preparación y consumo, que conllevan una dinámica meramente social, son cultura; una parte intrínseca de ella. Formas, texturas y aromas se combinan para dar lugar a diferentes olores y nuevos sabores que confluyen de manera tal, que en un segundo, podemos viajar a miles de kilómetros de distancia o incluso a través del tiempo. Aromas y gustos que de manera individual, aun como un ingrediente primario o extraordinario, no significan lo mismo, pero que al tiempo, hacen toda la diferencia.

Aunque había estado en Alemania varias veces, nunca había vivido ahí por un período largo de tiempo y tal vez tampoco me había dado la oportunidad de observar algunas cosas. Cuando por fin me establecí ahí, me sorprendió mucho, que fuera de platillos muy locales o variedades muy concretas, yo percibía que los mexicanos siempre habíamos dado una mayor importancia a la comida y al ritual en torno a su preparación.

Posteriormente entendí, como sucede en estos casos, que mi percepción estaba influenciada por mis experiencias personales del pasado, las que hasta ese momento formaban parte de mi imaginario. Comprendí que muchos otros factores jugaban un papel significativo: la historia y nuestras vivencias, el clima y la consecuente disponibilidad de los ingredientes, cuestiones de salud, entre muchos otros.

El más importante de dichos elementos, podría destacar, es el hecho de que muchas personas no tienen siquiera acceso a los alimentos que algunos tenemos el privilegio de considerar como los más básicos. Al igual que aquella plática con Ikrima, tampoco olvidaré cuando Buyo, la acomedida empleada de limpieza que trabajaba en nuestra casa en Sudáfrica, nos pidió «cómprenme pollo» —buy me chicken—, cuando le preguntamos qué quería como regalo por su cumpleaños: ¿cómo podría pretender que la comida no se había vuelto algo divino, si le era prácticamente inalcanzable? —Personalmente, a veces me es tan fácil darlo todo por sentado y olvidar agradecer por ello—.

Es evidente que las historias de vida de todas las personas juegan un papel primario cuando hablamos de una acción fundamental y tan universal como es comer. Es algo que todos necesitamos, pero a lo que lamentablemente no todos tenemos acceso. Aun así, la importancia dada a los alimentos, su calidad, preparación y sobre todo, su apariencia y sabor, es esencial para la mayoría de las personas.

Sentarse a la mesa en sentido literal, o figurado para aquellas comunidades en donde la tradición —o los medios disponibles— hace que suceda de otra forma, es una actividad que implica tomarnos el tiempo de comunicarnos y compartir, pero sobre todo, de conectarnos a través de los alimentos con todos aquellos que en ese momento están presentes y también con los que ya no están, en una actividad que va mucho más allá de las meras palabras y el lenguaje corporal, ya que termina por convertirse, para algunos, en un acto divino.

-SH